“Ahí, en su casa, no
vivía una mamá y sus dos hijos, vivíamos tres hermanos”, dice doña Afrodita Mondragón.
Mi rostro es tu
reflejo, no el olvido, repiten quienes formaron parte de su vida, y los demás hacemos consigna la frase como compromiso
con el dolor y un joven entre cuarenta y siete que representan a la juventud
toda del país, perseguida por negarse a aceptar el abominable presente y un
futuro cuyo anuncio es apocalíptico –y selecciono las palabras con mucho cuidado,
pues no estamos para juegos.
Entre
esa juventud criminalizada van por delante las clases populares, primer objeto
de la solución final a la cual se
destina al setenta por ciento de la población, según el quizás mayor experto en
el mundo sobre violencia y derechos humanos. A ellas pertenecen las cuarenta y
tres más cuatro víctimas de asesinato extrajudicial, tortura y desaparición
forzada durante el 26 y 27 de septiembre cuyo año no precisa aclararse, porque
la fecha está inscrita ya en la historia de estas tierras.
Uno
entre cuarenta y tres más cuatro, se me ocurrió decir buscando la fórmula para
rescatar la memoria de Julio César sin que opaque las de sus compañeros. Porque
si el caso de él tiende a perderse, y de ahí este libro, también los de Xxxx y
Xxxx, ejecutados sin más, y de Xxxx, quien mora en el sombrío limbo entre los
muertos y los vivos.
Siendo
justos de una terrible manera, debemos reconocer que la breve existencia del muchacho
nacido en Tecomatlán, Tlaxcala, quizá se desdibuja menos que la de los
desaparecidos, a los cuales recordamos como colectivo y así vueltos número uno
por uno, entrañable figuras cuya individualidad no precisamos.
El
joven de nuestro libro pertenece a un sector minoritario en la normal de
Ayotzinapa, a la que históricamente ocurren sobre todo los hijos del
campesinado más pobre, indígena y guerrerense en su mayoría. Su familia es
representativa del campo tradicional mestizo, también marginado siempre y en
particular desde la llegada del nuevo modelo económico, que aborrece a la
población rural y a cuanto del agro quede fuera de la empresa privada y los
cultivos altamente rentables.
El
acucioso tiempo al cual hago referencia aquí una y otra vez, dejó claro: no
tenía oportunidad de conocer la historia del muchacho con la cierta, mínima cercanía
para atreverme a dibujarla. Por eso pedí a Lenin, su único hermano, que con el
abuelo, la madre, los tíos, hiciera unos apuntes, y pedí a Marisa, la esposa, apresurar la
recolección de las “cositas” que reúne para la pequeña niña de los dos. Completaría
la labor con los cálidos artículos de Blanch Petrich, la inteligente periodista
a toda prueba acostumbraba a tratar con quienes son víctimas del
poder. Para rematar apelaría a un profesional video realizado por Telesur.
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