sábado, 16 de mayo de 2015

Mi rostro es tu reflejo

“Ahí, en su casa, no vivía una mamá y sus dos hijos, vivíamos tres hermanos”, dice doña Afrodita Mondragón.
Mi rostro es tu reflejo, no el olvido, repiten quienes formaron parte de su vida, y los demás hacemos consigna la frase como compromiso con el dolor y un joven entre cuarenta y siete que representan a la juventud toda del país, perseguida por negarse a aceptar el abominable presente y un futuro cuyo anuncio es apocalíptico –y selecciono las palabras con mucho cuidado, pues no estamos para juegos.
Entre esa juventud criminalizada van por delante las clases populares, primer objeto de la solución final a la cual se destina al setenta por ciento de la población, según el quizás mayor experto en el mundo sobre violencia y derechos humanos. A ellas pertenecen las cuarenta y tres más cuatro víctimas de asesinato extrajudicial, tortura y desaparición forzada durante el 26 y 27 de septiembre cuyo año no precisa aclararse, porque la fecha está inscrita ya en la historia de estas tierras.
Uno entre cuarenta y tres más cuatro, se me ocurrió decir buscando la fórmula para rescatar la memoria de Julio César sin que opaque las de sus compañeros. Porque si el caso de él tiende a perderse, y de ahí este libro, también los de Xxxx y Xxxx, ejecutados sin más, y de Xxxx, quien mora en el sombrío limbo entre los muertos y los vivos.
Siendo justos de una terrible manera, debemos reconocer que la breve existencia del muchacho nacido en Tecomatlán, Tlaxcala, quizá se desdibuja menos que la de los desaparecidos, a los cuales recordamos como colectivo y así vueltos número uno por uno, entrañable figuras cuya individualidad no precisamos.
El joven de nuestro libro pertenece a un sector minoritario en la normal de Ayotzinapa, a la que históricamente ocurren sobre todo los hijos del campesinado más pobre, indígena y guerrerense en su mayoría. Su familia es representativa del campo tradicional mestizo, también marginado siempre y en particular desde la llegada del nuevo modelo económico, que aborrece a la población rural y a cuanto del agro quede fuera de la empresa privada y los cultivos altamente rentables.
El acucioso tiempo al cual hago referencia aquí una y otra vez, dejó claro: no tenía oportunidad de conocer la historia del muchacho con la cierta, mínima cercanía para atreverme a dibujarla. Por eso pedí a Lenin, su único hermano, que con el abuelo, la madre, los tíos, hiciera unos apuntes, y pedí a Marisa, la esposa, apresurar la recolección de las “cositas” que reúne para la pequeña niña de los dos. Completaría la labor con los cálidos artículos de Blanch Petrich, la inteligente periodista a toda prueba acostumbraba a tratar con quienes son víctimas del poder. Para rematar apelaría a un profesional video realizado por Telesur. 

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