miércoles, 20 de mayo de 2015

Dos veces víctimas

Me atreví a decir sí a la propuesta de que hiciéramos este libro, porque años atrás escribí uno sobre la muerte de Digna Ochoa, la terca defensora de derechos humanos que ganó el juicio contra dos militares adscritos a la sierra de Petatlán, en el propio Guerrero, responsables directos del acoso a campesinos ecologistas.
El cadáver apareció al principio de la noche en su oficina, cerrada por dentro. Presentaba un impacto de bala en la sien izquierda, que salió de la tosca, poco común pistola en la mano de ella mal metida entre uno guante de latex. La mujer era diestra y no zurda y cerca reposaban las copias de amenazas anónimas con un siniestro dejo humorístico, que por años le enviaron en lo personal o como parte de un equipo. Eso, el husmear en días anteriores de hombres con un inconfundible aspecto de policías secretos, y otros indicios, llevaron al primer fiscal del caso a convencerse que se trataba de un asesinato y establecer varias hipótesis. La primera señalaba hacía los servicios de inteligencia militar.
Los siguientes encargados del caso dieron un giro mortal a las investigaciones y terminaron concentrándose en el estado natal de ella a fin de probar que Digna era una mentirosa consuetudinaria, como probaban, por ejemplo, las boletas escolares desde la primaria con calificaciones de ocho y a veces menos, cuando la ahora malvada o demente mujer afirmó ser una muy buena alumna, no importa si pertenecía a una familia de trabajadores rurales. Para entonces las autoridades habían enterrado el proceso contra aquél y otro cuerpo del ejército y corrían rumbo a un fallo definitivo: suicidio asistido, sin mención del asistente.
Quien despejó el camino a este vuelco en las indagatorias fue el respetado ex jefe de la abogada, la propia noche en la cual se encontró el cuerpo, a las puertas del edificio de los hechos, sin asomarse a la oficina donde la torpeza o la mala fe de los investigadores alteraba las pruebas.
Con una abundatísima documentación en mis manos y luego de largas, íntimas entrevistas con compañeros de la abagada, no tardé en entender. Los autores de las sistemáticas amenazas que duraron años, alcanzaron su objetivo: introducir el pánico entre la comunidad de defensores de humanos. Algunos de éstos se daban y no cuenta que al avalar un juicio a tal punto absurdo, todos y todas quedaban indefensos ante cualquier abuso y con la marca de la locura.
La variedad del clásico fenómeno que comete un doble crimen contra las víctimas al convertirlas en posibles victimarios, en cuanto a los familiares y compañeros de nuestros cuarenta y tres desaparecidos y cuatro muertos de hecho, tiene un eco del caso Digna Ochoa.
Julio César Mondragón es torturado y muerto de la más cruel manera imaginable. Es una víctima por eso y lo sería por mucho menos: el mero asesinato, la llana brutal golpiza, el obvio terror psicológico al que lo sometieron. Lo es él y la familia, con un sentido multiplicado de la pérdida, incapaz de substraerse a la imaginación de los hechos.
En otra parte del libro nos acercamos a Adelita, Lenin, don Raúl, Marisa, Cuitlahuac y el resto de los que compartieron la vida íntima de Julio. Hombres y mujeres que nacieron y crecieron en el campo o en áreas semirurales y cumplen de principio a fin el lugar en la cadena sobre la cual se sostiene el país, con lo único a su disposición, como la absoluta mayoría en el reino de la injusticia donde habitamos: trabajo y más trabajo. No hay una sola mancha pública que señalarles–de las privadas nadie se salva, desde el principio de los tiempos.
Aunque no fuera así, incluso si formaran una banda criminal, nada se equipararía al sufrimiento por perder a uno de los suyos ya no en las terroríficas circunstancias del hombre cuyos restos quedan sobre la calle, sino por cualquiera acto artero.
Entre nosotros casi reglamentariamente a esta pena la acompaña alguna clase de hostigamiento, sobre todo cuando los deudos exigen la justicia que no llega, que por omisión o comisión la autoridad se resiste a procurar, muchas veces con dolo, como es el caso, según advierten los expertos del órgano mundial más autorizado en el tema.
La PGR que una y otra vez incumple acuerdos que firmó con los familiares de los muertos y desaparecidos en conjunto y con los Mondragón Fontes en particular; los ministerios públicos que hacen perdedizos los hechos entre cuatro distintos procesos, por norma ante cualquier reclamo convierten a Adelita, Lenin y los demás en sospechosos de imprecisables qué.
Un diario culmina la obra recogiendo con clara mala intención una entrevista en que Marisa, la esposa, xxx xxx xxx.
Los padres, madres y compañeros de las demás víctimas del 26 y y 27 de septiembre sufren un trato equivalente cuando la prensa que sirve al poder les inventa turbias historias personales o los presenta como vándalos. 
CONTINÚA

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