Si
en cuanto a casos jurídicos el de Julio César Mondragón y sus cuatro compañeros
muertos o heridos de gravedad quedan ocultos, más se pierden las historias personales
de los desaparecidos, que tienden a convertirse en un número, una fotografía,
un nombre dicho al paso. Los periodistas realmente comprometidos con su oficio hacen
un esfuerzo para que no sea así y quizá nadie lo logra mejor que Tryno
Maldonado, el escritor en capacidad de dedicar mayor tiempo al tema.
Ellos
y ellas como conjunto, consiguen lo antes imposible con las víctimas del Estado,
pues era casi norma reivindicar sólo las vidas, su día a día, de los políticamente
más destacados. Se hizo así excepto tal vez con quienes por mucho tiempo no
existieron de hecho: los muertos y extraviados por la primera guerra sucia, que
afectó sobre todo al propio estado de Guerrero. Pero fue largos años después de
los hechos y no como ahora, apenas transcurrida la tragedia. Se debe, creo, a que
lo sucedido entre el 26 y 27 de septiembre significa el principio del camino
sin retorno, en la práctica iniciado décadas atrás y hoy en plena desnudez.
Para efectos de este libro
debemos comenzar la reivindicación personal con un fragmento del trabajo de El Verde, el
Chilango, el Julión… los rostros de Ayotzinapa, de Tryno:
El
Verde tiene 19 años. Es hijo de campesinos. Es alumno de
primer grado de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. El apodo se
lo ganó durante la semana de inducción. Prácticamente todas las playeras que
usa son de ese color.
El
dormitorio de la sección G era conocido por su camaradería y buen ambiente. Sin
embargo, desde el pasado 26 de septiembre en que el Estado asesinó y
desapareció a más de cuatro decenas de sus compañeros normalistas, el
dormitorio de el Verde es
uno de los más obscuros y vacíos de la Normal. La zona de
la escuela donde se ubica es conocida como “las cavernas”. El
Verde es el único sobreviviente. Hasta la fecha, espera el regreso
de sus compañeros desaparecidos: Miguel Ángel Hernández
Martínez el Migue; José
Eduardo Bartolo Tlatempa, Bobi; Israel Jacinto Lugardo, El
Chuckito; Christian
Alfonso Rodríguez, Hugo; Julio
César López Patolzin, Julión; Jonás
Trujillo González, Beni y Julio César Mondragón, El
Chilango.
(…)
“El
Verde tiene un rostro melancólico. Nariz
afilada y labios gruesos por los años de práctica con la embocadura de la
corneta en las bandas de guerra. Es difícil adivinar si eso que ha vivido
en los últimos meses es lo que le ha conferido un acento de dureza a sus rasgos
casi infantiles. Pero su mirada se vuelve tímida y esquiva cunado habla
de sus amigos desaparecidos.
“El
Verde suele contar que su sección era la más unida. Cuando
alguno de ellos tenía un poco de dinero para comprar algo de alimento, por
ejemplo, ese día ninguno de los ocho se quedaba sin comer.
“Para
Levinás, la relación entre los seres humanos ocurre a través del rostro del
otro: una construcción, una máscara. La expresión se desvanece. Pero no
sucede así con los rostros de los desaparecidos. Los
rostros de los desaparecidos son un vacío en la realidad. Un duelo suspendido
que jamás llega y se vuelve intolerable.
Cunado
la sección G se dividió en grupos durante el primer y único día de clases -26
de septiembre del año pasado- la mayoría de los estudiantes postuló a Julio César
Mondragón, El Chilango como jefe de grupo. Hubo votación. Se
escucharon afirmaciones e incluso aplausos en el salón de clases. Sin
embargo Julio César declinó el cargo. Se pudo de pie y las cabezas
rapadas de los muchachos se alzaron para mirarlo desde sus 1.70 metros de
estatura. Julio César, serio e introvertido como era, pero visiblemente
conmovido por el gesto de sus compañeros, empleó las palabras más sinceras que
pudo encontrar: les
dijo que no era buena idea. “Ustedes saben, paisas, que a los chilangos no nos
quieren por acá. Lo mejor es que alguien más se haga cargo del
grupo”. El Verde y
el resto de sus compañeros lo miraron sin parpadear y enseguida intercambiaron
miradas entre ellos. Hubo un silencio nervioso y enseguida un cichicheo.
“La
decisión de Julio César obedecía a su experiencia como normalista durante dos
años en la normal rural de Tenería, en el Estado de México, a escasos cinco
kilómetros de su casa. Sabía que las responsabilidades que ser jefe de
grupo le iba a acarrear, cuando lo más que le preocupaba era su hija Melisa,
recién nacida. Ella fue el motivo de su ingreso en la normal de
Ayotzinapa. Si asumía el cargo de jefe de grupo, era muy probable que
Julio César tuviera que pedir permiso para ir a visitar a su hija y a su
esposa, Marisa, de 24 años, como sí había hecho durante la semana de guardia.
Así que El Chiquis, otro
compañero de grupo, tomó su lugar.
“Muchas
veces, durante los tiempos libres, El Verde y
otros compañeros veían a Julio César pasar horas concentrado en una libreta. No
era de los que ponían música a alto volumen en su celular, sino que se colocaba
los audífonos y se desconectaba por horas sin molestar a nadie. Era de los
pocos de la normal que no oía banda, prefería el hip hop. A Julio César le
gustaba también hacer dibujos con una pluma a todas horas.
“En
una ocasión, El Haus -un
alumno de primer grado de un dormitorio vecino a donde Julio César solía irse a
tomar una siesta, por las tardes, cuando el suyo estaba lleno-, entró sin hacer
ruido y lo descubrió dormido y con una libreta de dibujos abierta sobre su
pecho. A lo que Julio César dedicaba tanto tiempo en los ratos libres-tal
como supo El Haus ese día-, era a esbozar rostros. No
eran retratos en forma, sino rostros bien trazados pero apenas esbozados. Ojos,
labios, bocas… casi siempre de mujeres. La mayor parte de esos rostros estaban
incompletos. Frases sueltas. Incluso cartas. Dibujos y escritos hechos hasta en
las noches de círculos de estudio.
“Durante
las noches, El Chilango solía
oír música en su celular antes de dormir. Cártel de Santa sobre todo. Pero
también Dharius. Cuando otro estudiante, llamado Chessman -acostado
en en una colchoneta contigua sobre el mismo piso frío y también fan del hip
hop-, escuchaba las primeras notas de Qué buen fiestón, una
de las favoritas de El Chilango en
esa época, él sonreía, de despejaba de la modorra y comenzaba a tararearla
también. Primero por lo bajo y, al final, a coro y en voz alta con el resto de
los siete muchachos hijos de campesinos, extenuados por la dura semana de
prueba, sus cuerpos apretados unos contra otros en el minúsculo dormitorio de
tres por tres, molidos por el cansancio, pero unidos y felices como uno solo en
la noche, cantando a una voz.
“Qué
buen ambiente se siente/ Cuando estoy con mi gente/ Pisteado, olvidando todas
las penas de la vida/ Brindando por las cosas chidas/ ¡Qué buen fiestón!/ Ando
prendido machín/ Ando prendido machín/ ¡Qué buen fiestón!
#Sólo entonces El Chilango sonreía
por unos minutos y así con una sonrisa, era que se quedaba dormido.
“Haus no puede evitar traer ahora a la mente el hallazgo de la
pequeña libreta de dibujo y el recuerdo del rostro de unos de sus mejores
amigos en la normal, Julio César, a quien le arrancaron el rostro con vida la
madrugada del 27 de septiembre…”
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CONTINÚA
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