"El
Verde tiene 19 años. Es hijo de campesinos. Es alumno de
primer grado de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. El apodo se
lo ganó durante la semana de inducción. Prácticamente todas las playeras que
usa son de ese color.
"El dormitorio de la sección G era conocido por su
camaradería y buen ambiente. Sin embargo, desde el pasado 26 de septiembre en
que el Estado asesinó y desapareció a más de cuatro decenas de sus compañeros
normalistas, el
dormitorio de el
Verde es uno de los más obscuros y vacíos de la Normal.
La zona de la escuela donde se ubica es conocida como “las cavernas”. El Verde es el único sobreviviente. Hasta la fecha, espera el regreso
de sus compañeros desaparecidos: Miguel Ángel Hernández
Martínez el Migue; José Eduardo Bartolo Tlatempa, Bobi; Israel Jacinto Lugardo, El Chuckito; Christian
Alfonso Rodríguez, Hugo; Julio César López Patolzin, Julión; Jonás
Trujillo González, Beni y
Julio César Mondragón, El
Chilango.
(…)
“El
Verde tiene un rostro melancólico.
Nariz afilada y labios gruesos por los años de práctica con la embocadura
de la corneta en las bandas de guerra. Es difícil adivinar si eso que ha
vivido en los últimos meses es lo que le ha conferido un acento de dureza a sus
rasgos casi infantiles. Pero su mirada se vuelve tímida y esquiva cunado
habla de sus amigos desaparecidos.
“El
Verde suele contar que su sección era la más unida. Cuando alguno de ellos tenía un poco de dinero para comprar algo
de alimento, por ejemplo, ese día ninguno de los ocho se quedaba sin comer.
“Para Levinás, la relación entre los seres humanos ocurre
a través del rostro del otro: una construcción, una máscara. La expresión se
desvanece. Pero no sucede así con los rostros de los desaparecidos. Los rostros de los desaparecidos son un vacío en la realidad. Un
duelo suspendido que jamás llega y se vuelve intolerable.
Cunado la sección G se dividió en grupos durante el primer
y único día de clases -26 de septiembre del año pasado- la mayoría de los estudiantes postuló a Julio César Mondragón, El Chilango como jefe de grupo. Hubo votación. Se
escucharon afirmaciones e incluso aplausos en el salón de clases. Sin
embargo Julio César declinó el cargo. Se pudo de pie y las cabezas
rapadas de los muchachos se alzaron para mirarlo desde sus 1.70 metros de
estatura. Julio César, serio e introvertido como era, pero visiblemente
conmovido por el gesto de sus compañeros, empleó las palabras más sinceras que
pudo encontrar: les dijo que no era buena idea. “Ustedes saben, paisas, que a los
chilangos no nos quieren por acá. Lo mejor es que alguien más
se haga cargo del grupo”. El
Verde y el resto de
sus compañeros lo miraron sin parpadear y enseguida intercambiaron miradas
entre ellos. Hubo un silencio nervioso y enseguida un cichicheo.
“La decisión de Julio César obedecía a su experiencia como
normalista durante dos años en la normal rural de Tenería, en el Estado de
México, a escasos cinco kilómetros de su casa. Sabía que las
responsabilidades que ser jefe de grupo le iba a acarrear, cuando lo más que le
preocupaba era su hija Melisa, recién nacida. Ella fue el motivo de su
ingreso en la normal de Ayotzinapa. Si asumía el cargo de jefe de grupo,
era muy probable que Julio César tuviera que pedir permiso para ir a visitar a
su hija y a su esposa, Marisa, de 24 años, como sí había hecho durante la
semana de guardia. Así que El Chiquis, otro
compañero de grupo, tomó su lugar.
“Muchas veces, durante los tiempos libres, El Verde y
otros compañeros veían a Julio César pasar horas concentrado en una libreta. No
era de los que ponían música a alto volumen en su celular, sino que se colocaba
los audífonos y se desconectaba por horas sin molestar a nadie. Era de los
pocos de la normal que no oía banda, prefería el hip hop. A Julio César le
gustaba también hacer dibujos con una pluma a todas horas.
“En una ocasión, El Haus -un
alumno de primer grado de un dormitorio vecino a donde Julio César solía irse a
tomar una siesta, por las tardes, cuando el suyo estaba lleno-, entró sin hacer
ruido y lo descubrió dormido y con una libreta de dibujos abierta sobre su
pecho. A
lo que Julio César dedicaba tanto tiempo en los ratos libres-tal como supo El Haus ese día-, era a esbozar rostros. No
eran retratos en forma, sino rostros bien trazados pero apenas esbozados. Ojos,
labios, bocas… casi siempre de mujeres. La mayor parte de esos rostros estaban
incompletos. Frases sueltas. Incluso cartas. Dibujos y escritos hechos hasta en
las noches de círculos de estudio.
“Durante las noches, El Chilango solía
oír música en su celular antes de dormir. Cártel de Santa sobre todo. Pero
también Dharius. Cuando otro estudiante, llamado Chessman -acostado en en una colchoneta contigua
sobre el mismo piso frío y también fan del hip hop-, escuchaba las primeras
notas de Qué
buen fiestón, una de
las favoritas de El
Chilango en esa
época, él sonreía, de despejaba de la modorra y comenzaba a tararearla también.
Primero por lo bajo y, al final, a coro y en voz alta con el resto de los siete
muchachos hijos de campesinos, extenuados por la dura semana de prueba, sus
cuerpos apretados unos contra otros en el minúsculo dormitorio de tres por
tres, molidos por el cansancio, pero unidos y felices como uno solo en la
noche, cantando a una voz.
“Qué
buen ambiente se siente/ Cuando estoy con mi gente/ Pisteado, olvidando todas
las penas de la vida/ Brindando por las cosas chidas/ ¡Qué buen fiestón!/ Ando
prendido machín/ Ando prendido machín/ ¡Qué buen fiestón!
#Sólo
entonces El Chilango sonreía
por unos minutos y así con una sonrisa, era que se quedaba dormido.
“Haus no puede evitar traer ahora a la mente el hallazgo de la
pequeña libreta de dibujo y el recuerdo del rostro de unos de sus mejores
amigos en la normal, Julio César, a quien le arrancaron el rostro con vida la
madrugada del 27 de septiembre…”
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