lunes, 18 de mayo de 2015

Haciendo milpa

Haciendo milpa, el libro al cual me referí, es el señalamiento de un proceso en curso y también una consigna. Se recoge en él la convicción de que la encarna la nueva noción de Mesoamérica, cuyos límites desbordan la “cintura del continente” hacia el norte mexicano y los Estados Unidos a través de nuestros migrantes y, agrego sin permiso y con optimismo, el pueblo estadounidense en revuelta.
Las marchas por Ayotzinapa dicen que quienes seguramente representan hoy el corazón de la milpa son los normalistas de Ayotzinapa, sus familias y el Guerrero en torno suyo. En medio siglo de protestas callejeras jamás vi marchas con la fuerza y el contenido popular que las convocadas en protesta por el 26-27 de septiembre.
Fabrizio Mejía hizo una estupenda crónica sobre la quizás más nutrida: La marcha por no ser el 44. Va aquí:
Preguntas (casi) sin respuesta a una cuadra del Zócalo
¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿Cómo lo habían hecho los apenas adolescentes del CETIS 2 o de las preparatorias particulares? Pero también los normalistas de Guerrero, todas las universidades, las monjitas marchadoras, los padres y madres de Ayotzinapa cuyas frases se le quedan a uno encajadas: “Desde que se llevaron a mi hijo, cuando camino por mi calle, me siento una desconocida”. De la marcha del 8 de octubre en el Zócalo a las del 5 de noviembre por todo el país el movimiento Todos Somos Ayotzinapa se hizo estudiantil, mezclando clases culturales ---la vehemencia de los preparatorianos, los globos de la Ibero, las bicicletas de la Condesa, el luto de los normalistas en rostros tasajeados por el sol---, con una sola idea: “Vivos los llevaron, vivos los queremos”, de la antigua consigna de las madres de Doña Rosario Ibarra de Piedra. ¿Qué detonó este movimiento en las calles de miles de estudiantes por todo el país y aun en las capitales europeas y americanas? ¿Qué cambió después del incendio de la Guardería ABC, la caravana de Javier Sicilia o el camino del Doctor Mireles?
(…)
Había ira, luto, preocupación. La sensación de haber llegado a un límite. Una pancarta hecha a mano por una estudiante de la Escuela Normal Superior: “No quiero un futuro como este presente”. La frase contenía a una generación aterrada por el porvenir o, mejor, por la ausencia que les espera a casi todos. Por eso la clase media reaccionaba al unísono con las madres desamparadas de Ayotzi ---el diminutivo como aprecio--- y una pregunta retórica y no tanto: “¿Y si el próximo fuera tu hijo?”. 
El mitin del 5 de noviembre no terminó en el Zócalo, sino en los andenes y vagones del Metro. El desmadre estudiantil desde siempre, vivido con la angustia del relajo. “Santi” y “El Bosques” cantan con jaranas: “La cosa está macabra/el país está al revés/no quiero ir a la fosa/quiero a los 43”.
La gente aplaude y cada vez que se bajan del tren les dan las gracias a los jovensísimos músicos. Uno de ellos dice:
---Este es nuestro 68.
Siempre creí que la Revolución era un desfile

Ya para el 20 de noviembre de 2014 el movimiento de Acción Global Todos Somos Ayotzinapa se ha convertido en una protesta en la que participan, ya no sólo los estudiantes, sino también los sindicatos, como los de telefonistas, electricistas, universitarios. Frente a la demanda de que aparezcan los estudiantes de Ayotzinapa crece otra: que renuncie el Presidente de la República. “Que se vayan todos”, la frase prestada de la crisis del “corralito” en Argentina. El “Fue el Estado” va cediendo ante “Fuera Peña”.
Se ha ido acumulado sobre todo la impresión de que los poderosos desdeñan a los pobres. El abandono de las formas ha devenido en prepotencia simbólica. A los descuidos alfabéticos del Señor Presidente, añádase el desprecio del País de las Ladies y los Mirreyes aventando charolas, abogados y dosis elevadas de “Prepotentol”. Combínense las acusaciones de uso de millones de pesos para comprar votos en el Congreso con los pagos de favores a Televisa. El despojo sin más a comunidades enteras en Puebla, Oaxaca, Guerrero, Veracruz, Chihuahua. Eso podría funcionar como una metáfora de lo que significaban unos muchachos pobres, indígenas, asesinados por la abyecta complicidad entre autoridad, ejército y crimen organizado. A uno de ellos le habían sacado los ojos y desangrarse desollado. La indefensión.  Del otro lado, se percibe a un presidente más interesado en pagar sus favores a sus condiscípulos del Estado de México que en gobernar el país. Una cadena de fallas simbólicas desata la indignación en esta marcha: el Presidente jamás se desplaza a la normal rural de Ayotzinapa, recibe a los familiares a puerta cerrada durante seis horas en los que no ofrece ni siquiera una comida, se niega a firmar un pliego petitorio que le presentan las víctimas, urge a resolver el misterio de la desaparición con un carpetazo que nadie cree ---los 43 fueron quemados en un basurero en Cocula y su “polvo” echado a un río--- y se va a una reunión a China. Mientras viaja le estalla un escándalo donde la opinión pública sólo constata su carácter de saqueador del país: la empresa a la que ha beneficiado desde sus años en el Estado de México, es dueña de su casa de mil 500 metros cuadrados. Su esposa, la Señora Primera Dama, hace una aclaración que crispa los ánimos: involucra una indemnización de 88 millones de pesos por parte de la empresa Televisa. El público adivina una trama de tenebra: enjuagues, moches, arreglos en lo oscuro, silencios cómplices. Se reparten la riqueza nacional frente a nuestras narices y, cuando se les reclama, la respuesta es:
---No estoy obligado a dar explicaciones, pero les voy a hacer el favor. 
Un día antes de la marcha, el Presidente toma la decisión de no realizar el desfile de la Revolución Mexicana. Deja el Zócalo a las tres caravanas de los familiares de los muchachos desaparecidos. Vienen de Guerrero, de conversar con los zapatistas de Chiapas, y con Salvador Atenco en el Estado de México. Pero no sin amenazar a la marcha que sabe será esta vez centralmente por su renuncia:
---Es facultad del Estado usar la fuerza cuando sea necesario para mantener el orden. Hay un afán orquestado para desestabilizar el proyecto de nación.
De inmediato, la gente en tuiter corrige: “Proyecto de Mansión”. Las palabras diazordacistas sobre el uso de la fuerza son una clara amenaza a la marcha de las tres caravanas y es ya un principio del Presidente desde que era candidato del PRI: cuando, en la Universidad Iberoamericana, terminó escondido en un baño, fue porque se refirió así a la represión en San Salvador Atenco: “Es mi facultad usar la fuerza y lo volvería a hacer”. Tuvo que salir por una puerta trasera.
Unas horas antes circulan correos electrónicos con advertencias: “Mañana no dejes que marchen tus hijos. Habrá violencia” o “Soy una madre de familia cuyo hermano trabaja en la Secretaría de Gobernación y en la comida del domingo nos recomendó no salir a la calle el 20 de noviembre. Lo comparto porque me preocupan tus hijos”.
Está echada a andar una táctica diazordacista: una alarma de bomba en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, balazos a los okupas (y a una perrita) del ex auditorio Che Guevara en la UNAM, un anuncio de que se tomará el aeropuerto internacional de la ciudad de México. Me preocupa. Un día antes, el 19 de noviembre, le llamo a un amigo que normalmente ha sido ecuánime y que, en cierta medida, influye en las asambleas interuniversitarias.
---Los movimientos en Europa ---asegura--- tienen dos cabezas: la parte pacífica y, al final, el enfrentamiento con la policía. Una es masiva, la otra es focal.
Trato de argumentar. No se puede, no escucha. Cuelgo un poco consternado.

“Nos faltan 43. Nos sobra Peña Nieto”
La marcha comienza con una serie de padres de familia de clase media con bebés en carriolas. Alguien ha puesto un letrero que se burla de la declaración presidencial: “Aquí están los desestabilizadores”. Tras ellos viene el un reclamo silencioso, añejo, de los miles que nunca estuvieron en las indignaciones necesarias: “Chimalhuacán. ¿Y nuestros hijos?” Son un grupo de madres enlutadas, de huaraches, que caminan quedito entre la llovizna fría.
Esas dos son las puntas de la serpiente. No la insurgencia civil y los encapuchados que creen que quemar una patrulla es un acto revolucionario. Sino la previsión de lo que nos puede suceder a todos y la certeza de que el horror ya le ha ocurrido a otros. Las carriolas festivas y las madres de luto. Durante toda la marcha se revuelven esos dos extremos: los globos de cantoya al lado de las consignas que los jóvenes no saben que eran guerrilleras: “Vestido de verde olivo/ políticamente vivo/no has muerto7nos has muerto, camarada/tu muerte/tu muerte será vengada”; las bailarinas de la Escuela Nacional de Danza, descalzas, igual que algunos de los normalistas rurales. Unas por arte. Los otros por no tener zapatos. Una extraña pancarta que no habla de la aparición de los 43 o de la renuncia de Peña: “Soy insignificante pero lo que hago hoy es importante”. El cartón con letra indecisa lo lleva una anciana pegado en un palo de escoba restaurado con maskinteip. Va sola. Tiene la mirada en el horizonte.
Concheros que nos sahúman de copal, muñecos de cartón del Presidente, proyectores manuales que van poniendo en las paredes los rostros de los desaparecidos, megáfonos de pilas, banderas rosas ---la hoz y el martillo en fondo discoteque---, flores y canciones, un drone que nos fotografía desde el cielo, globos. El ánimo es que somos suficientes y que, en efecto, sobran los políticos de los partidos. Las críticas las concentra el Presidente y su Primera Dama. Los fotógrafos toman a los manifestantes del Sindicato Mexicano de Electricistas. Uno de ellos les grita:
---Veinte pesos por foto, compas. Estoy juntando para comprar la casita de los gaviotos presidenciales. Me faltan 43.
Las escenas se suceden. Hace tiempo ya no es motivo de discusión cuántos marchan: el número es un Zócalo que se llena y vacía continuamente. La plaza, por supuesto, es ya insuficiente; las cifras irrelevantes. El peso de las protestas ya no tiene que ver con un monto, sino con una ética. Como en el zapatismo, como en el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, la gente que colma varias veces la Avenida Reforma no actúa por interés propio; lo hace porque algo imperativo le parece correcto, porque el bien todavía existe, a pesar de ese País de las Ladies y los Mirreyes en el que sólo funciona el influyentismo y las mordidas. Un país en el que todo es comprable o sobornable se topa con estos momentos de la sociedad civil en el que sólo hay una entrega de comuniones ante la injusticia percibida en colectivo, en masa, codo a codo, ronca, con los pies adoloridos.

Recuerdos y preguntas en la plancha del Zócalo
Llegamos al Zócalo una combinación que se fue formando con el camino: tres escritores, una conductora de programas culturales, una de un museo universitario, un español, un editor con un perro, unos chicos de la Universidad Iberoamericana muy ennoviados. Hay veladoras, gises de colores para pintar mensajes ---flores muy sinuosas--- globos de cantoya. Una espera como la que acostumbraba el YoSoy132 cuando nunca tenían oradores. La pregunta ahora ya no es cuál fue el origen de todo esto. Es hacia a dónde va. Los partidos políticos en ruinas. El Presidente que ha renunciado ya, al menos en lo simbólico. El Presidente con más que tentaciones represivas. Cientos de miles en las calles de 120 ciudades del país indignados. Más de 30 ciudades del mundo pendientes de lo que aquí pasa.
Comenzamos a escuchar las bazucas hechizas con cuetes contra Palacio Nacional. El estruendo ponía a temblar al perro del editor. Recordé la conversación telefónica con mi amigo ahora radicalizado pero también la denuncia airada de los que expulsaron del contingente de CETEG a unos treinta encapuchados ---traían sábanas, camisas, delantales en la cara--- cuando corrieron entre los contingentes con botas militares:
---Esos son/esos son/los que chingan la cuestión.
De pronto, la gente en el Zócalo corrió hacia nosotros ---que cantábamos “Mariposa Technicolor”, porque sí--- y tuvimos que darnos la vuelta y hacer lo mismo para no ser aplastados por la multitud que se detuvo en Los Portales. Correr así, obligado por el que te quiere arrollar atrás y preocupado por no aplastar al de adelante, entre gritos, caídas, el pavor de lo que no se sabe: acababan de entrar los granaderos a desalojar la plaza. Había comenzado una provocación violenta que terminaría en el desalojo de los marchistas que seguían ahí después de las diez de la noche. Nos refugiamos en el Salón Corona. Hasta ahí llegaron dos chicas a pedir “un sanitario” para bañarse la cara con agua por los gases lacrimógenos. Se cerraron las puertas y quedamos todos atrapados, resguardados, oteando el gas, el olor a pólvora, la adrenalina, la expectación. Sin saber qué íbamos a hacer después o cuándo podríamos salir, sabíamos lo indispensable: Peña Nieto había cumplido, vía los encapuchados, su amenaza de recuperar el Zócalo a toletazos. El orden en el País de la Impunidad sólo puede ser la fuerza. 
Antes, una hora antes, el muñeco de cartón del Presidente de la República se quemó en el centro del Zócalo. Se abrió un cerco inmenso para dejar que cayera la banda presidencial cruzada, la cabeza, los brazos. Todos aplaudimos, como compensación por las injusticias, como catarsis por vivir en un infierno, como reclamo por estar en un país que nos habían quitado. Nos sonreímos unos a otros, seguros de que, esta vez, triunfaríamos.

En milpa, nos convertimos. Nuevo orden utópico, “debate de orden civilizatorio sobre las vías para enfrentar y superar la inequidad clasista, étnica y de género” que “tendrá que poner de nuevo al mundo sobre sus pies", revirtiendo "el perverso vuelco por el que el valor de cambio se impuso al valor de uso, la economía a la sociedad y las cosas al hombre”, escribe Armando Bartra. Lo hace en el libro cuyo sustento son las comunidades indígenas y campesinas, como las representadas, repitamos, en los estudiantes de Ayotzinapa, sus familias y las regiones de Guerrero en las cuales se enclava la Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
Y también en el campo que dio origen a Julio César Mondragón Fontés, del centro de la república.

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